Texto y fotos: Gustavo López García.
Manejé mi fiel Ford Conquistador del 81 por las destruidas y abandonadas calles del sector El Ujano en Barquisimeto, hasta llegar a una casa de esquina donde ahora reside Monseñor Marceliano Moreno. Durante casi 50 años este siervo de Dios vivió y sirvió en la avenida Libertador con el cruce de la Morán, en la Iglesia La Coromoto de esta ciudad. Ahora jubilado, con 82 años de edad, lo pude ver a través de la ventana de su despacho, leyendo detenidamente la prensa mientras llegaba a entrevistarlo.
Me recibió primero su oveja disfrazada de perro, Lucky, desconociéndome por completo y exigiéndome bullosamente que no entrara en la casa. Entonces llegó, para invitarme a entrar, una joven quien pasa los días en casa de Monseñor orando, cocinando y ayudando en el hogar junto a otras personas de la comunidad. La seguí a través del pórtico. A la izquierda había plantas ornamentales rojas y amarillas, y a la derecha el estacionamiento de la casa, el cual acoge a decenas de fieles los domingos para escuchar la Palabra de Dios a través de la de Monseñor. Lucky no se me apartó de un lado, celando cada paso que daba dentro de la casa. Una vez dentro sentí una calma similar a la que se siente en un templo; y no sin razón, pues uno de los salones está organizado como una capilla: imágenes de la Virgen, el Cristo Santísimo y el Relicario ennoblecen las paredes para que los feligreses, al sentarse en las butacas de madera típicas de iglesia, se inspiren mientras se oficia la misa diaria.
Monseñor, quien fuera Vicario Episcopal, aún se encontraba en el despacho donde lo vi al llegar. Las paredes estaban tapizadas de reconocimientos de la comunidad, fotografías con viejos amigos y placas que recuerdan qué tanto ha logrado en la región.
Detrás del escritorio adornado con recuerditos de distintos pueblos venezolanos y un bastón de madera, estaba él, quien aún leía la sección nacional de un diario local.
“¡Hola, Gustavo! ¡Dios te bendiga!”, me dijo cariñosa y lentamente mientras una sonrisa le iluminaba el rostro y se levantaba para abrazarme. Sus ojos reflejaban una larga vida afanada, pero llena de amor, y su cabello, platinado y perfectamente arreglado, daba fe de su dedicación y tenacidad.
Me senté frente a él, armado con un grabador digital y una cámara Minolta QTSi, que me regaló mi hermana, cargada con un Delta 400, dispuesto a plasmar su vida en tinta y papel, en plata sobre gelatina.
-Monseñor, una señora con la que hablaba hace un par de días me dijo que usted era “la paz hecha hombre”. Su trato es, realmente, muy respetuoso y afable con sus feligreses. ¿De dónde viene esa paz interna que usted transmite en sus sermones?
-Rió suavemente un poco, pensando en el comentario- En Dios se encuentra todo – dijo finalmente, con el hablar tranquilo y suave que lo caracteriza-. Aquel que está centrado en Dios, que le ha entregado la vida a Dios, que ha vivido con Dios y para Dios, no puede ser alterado. Tiene que ser pacífico en todo momento, sea de alegría o tristeza. Dice un principio filosófico que nadie da lo que no tiene. Jesucristo dijo “médico, cúrate a ti mismo”. Toda la vida la he vivido en paz, que viene de mi hogar. Y ésta viene de Dios, pues es un atributo de Él.
-¿Cómo fue crecer en Carache, estado Trujillo, entre 5 hermanos más y cuatro hermanas?
-¡Muy bien! Muchos recuerdos felices. Aunque mi papá murió cuando yo era muy niño, muy pequeño, y quedó mi mamá sola.
Éramos muy pobres. Teníamos una haciendita, pero no producía nada. Había un primo que nos llevaba a trabajar. Pero lo mío era el estudio. A mi me gustaba mucho la escuela. Muchas veces no tenía qué comer, pero igual iba. Cuando uno tiene un ideal, y lo quiere realizar, uno tiene que poner todo su afecto, su corazón, su inteligencia y su voluntad. Si uno no se lo propone, si uno no tiene voluntad, uno no logra nada. No basta con tener el dinero para entrar a una universidad, pues a veces esas personas no saben lo que cuesta realmente pagar esa educación. Pero los que sí saben, los que lo aprenden, aprovechan cada minuto de ese tiempo, pues el tiempo no debe desperdiciarse.
-¿Qué recuerda de su padre?
-Recuerdo poco, murió cuando yo tenía apenas 6 años. Era un hombre muy bueno, muy trabajador. Era muy bravo, eso sí, porque era muy estricto. Debíamos siempre reunirnos para rezar. Era un hombre muy católico.
-¿Entonces todo comenzó en casa?
-Entre todo, el que yo sea sacerdote es un milagro muy grande. Pues ninguno de mis hermanos quería serlo. No les llamaba la atención. Mis hermanos se enamoraron, se casaron, y se fueron a trabajar.
Pero desde muy chico yo había sentido el llamado a ser sacerdote, a ser hombre de Dios, a servirle al pueblo. Desde siempre esa era mi ideología. En Carache había un sacerdote santo, pero muy santo. Y yo me dije “yo quiero ser como este Padre”: el Padre Sánchez Duque. Era un hombre de mucha santidad, le veía mucha dedicación. Hacía todo con mucho respeto, y con mucha amabilidad trataba a sus feligreses. Entonces yo me fui donde él, le hacía mandados y estudiaba de él y con él. Él me enseñó mucho del misticismo de la Iglesia Católica.
Una vez él me preguntó, “Marceliano, ¿para qué quieres ser sacerdote? ¿Para ganar plata?”, yo le contesté que no quería la plata, que quería ser sacerdote para salvar al pueblo.
Al tiempo el Padre Sánchez se enfermó y enviaron a otro Padre: al Padre González. Pero él no era tan místico como el otro. Era más liberal, e inclusive era profesor del liceo. Pero cuando llegó al pueblo, llegó afónico, y me dijo “mira, Marceliano, dime qué remedio me das tú para curarme, tú que sabes tantas cosas”. Le dije, “mire, aquí hay una mata llamada ‘ojillo’. Vamos a arrancarle a esa mata una raíz y usted se va a chupar el agua de esa raíz”. ¡Y eso fue santo remedio! -dijo riéndose desde el corazón-. El hombre se puso muy contento conmigo, y me dijo “tu no debes ser sacerdote, ¡yo te pago la carrera para que seas médico!”, y yo le dije que no, que no quería ser médico.
Me di cuenta que, al irse el Padre Sánchez, todas las puertas se habían cerrado para mí. Pero Dios es muy grande y se apareció un señor, Juan José Lucena, quien era muy piadoso; se la pasaba en la iglesia, estudiando, orando. Yo me acercaba siempre a hablar con él. Y él un día me preguntó “¿y a ti por qué te gusta tanto rezar, chico?” Le dije que a mí me gustaba pasar todo mi tiempo libre en la iglesia, estar delante del Santísimo, de la Virgen. Entonces me dijo, “¡vamos! ¡Que yo te voy a ayudar!” y aunque él era sumamente pobre, lo hizo como mejor pudo.
Cuando el Padre González dijo que él se oponía a que yo fuera al seminario, que él sólo me ayudaría para que fuera médico, entonces Juan José me llevó a donde otro Padre, en Boconó. Salimos de noche, recuerdo –dijo mientras cerraba los ojos, y parecía poder oler el sereno de esa noche colándose entre los helechos-, tenía 13 años de edad. Llegamos dónde un Padre Camargo -refiriéndose al Padre Antonio Ignacio Camargo, párroco de Boconó, y primer Obispo de la creada Diócesis de Trujillo-, y Juan José me entregó a él. De ahí seguí por mi cuenta.
El Padre Camargo era muy santo, tanto como mi amigo el Padre Sánchez, pero no tenía la misma mística. Aunque una vez que me quedé en la parroquia de él yo me alegré mucho. Como me decía el Padre Galíndez, recuerdo, “¡usted si es curero, Marceliano!”, pues me alegraba mucho cuando llegaba un seminarista. Recuerdo que pensaba “¿y cuándo seré yo?... ¿Y cuándo seré yo?” –terminó la frase, como quien termina de suspirar.
Este Padre Camargo le escribió al seminario Divina Pastora, de aquí de Barquisimeto, diciéndole que tenía un candidato que quería ingresar. Cuando llegué a Barquisimeto me recibió el Padre Ramón Gaude, y me quedé aquí hasta que el Obispo nos mandó a Pamplona, en Colombia, a estudiar filosofía durante un año. Después nos trajeron de nuevo a Barquisimeto, para luego de un tiempo enviarnos durante cuatro años al seminario de Santa Rosa de Lima, en Caracas, a estudiar teología. En total culminé doce años de estudios.
-¿Cuáles eran sus expectativas al entrar al seminario?
-¡Estudiar! –exclamó con los ojos bien abiertos-. Para mí no había otra cosa. Mis mayores regocijos eran ponerme una sotana, servir al altar y estudiar. En el seminario teníamos una hora de deporte obligatorio y nuestras horas de estudio, o sea, la vida de piedad y la vida de estudio, pues el sacerdote debe ser santo y debe ser sabio. El sacerdote que es puramente santo, y no es sabio, ¡comete santas tonterías! –y nuevamente se ríe con todo el cuerpo.
-¿Toda la familia se vino a Barquisimeto cuando usted comenzó el seminario?
-No, yo me vine a Barquisimeto solo… ¡Solo y limpio! –el despacho resuena con su carcajada-. Llegué con una ropita y una bolsita. En el seminario me compraron un par de zapatos y me dijeron que me debían durar un año, pero tuve la mala suerte que me fui un día domingo a jugar pelota en el estadio donde ahora está Ascardio, y ahí me agarró un perro los zapatos, ¡y me los destrozó! Me dije “¡Dios mio! ¿Qué hago yo ahora, sin zapatos?”
Cuando llegué de vuelta al seminario había un seminarista en pasantía, y aunque el Padre lo había enviado ya para su casa, estaba ahí todavía. Se llamaba Rufino Sánchez, quien después fue sacerdote. Que en paz descanse, siempre rezo por él. Me vio llorando y me preguntó “Marceliano, ¿Qué le sucedió?”, y le conté lo que pasó con el perro. Y me dijo “coge un par viejo que yo tengo ahí”. Me dije “¡Ay! ¡Me salvé!”. Entre esos zapatos, y al tiempo que pude remendar los que el perro me había destruido, tuve para el año.
-¿Cómo fue ser el párroco de La Coromoto?
-Lo fui durante casi 48 años. Desde el 13 de febrero de 1956 hasta el 26 de octubre de 2003.
La primera parroquia que tuve fue Sanare, luego me mandaron a la Concepción y de ahí al capellán del Hospital Antonio María Pineda, y luego capellán de los bomberos. ¡Soy teniente bombero! –acotó orgullosamente-. Luego que se mudó el hospital del museo Diocesano, fui profesor de ética profesional de las enfermeras. Ahí duré 6 años como profesor y capellán.
Ahora bien, la parroquia Coromoto se conformaba desde la redoma de la avenida Vargas hasta el paso de Tacarigua. Todos esos caseríos yo los tenía que atender.
En ese entonces me encontré con una necesidad: me metí en un problema muy grande, pues quise construir un templo. En esa parroquia todos éramos muy pobres, y no teníamos para construirlo.
Nos costó mucho construirlo. ¡Mucho! –repitió-. Recaudamos fondos con verbenas, con proyecciones de películas, con los aportes de la comunidad. ¡Tuvimos que recaudar un millón de bolívares!
-¿Quién diseñó el templo?
-A cargo estuvo un arquitecto alemán, pero es una réplica exacta de la iglesia de mi pueblo, de Carache. Cuando me ordené fui a mi iglesia, que toda la vida me pareció muy bonita, pues el párroco de allá me invitó a predicar. Por ahí vi el rollo de los planos y le pedí que me los regalara. La había diseñado el maestro Antonio Ramón Quintero, así que lo invité a que me ayudara a hacer La Coromoto igual, de forma tal que la iglesia donde yo me bauticé, donde canté mi primera misa, donde hice mi primera comunión, se fuera conmigo. Me traje un trozo de mi tierra, de mi infancia, de mi vida, en concreto, ladrillo y cabilla.
-¿Cómo se sintió al dejar La Coromoto?
-Me sentí triste por dejar todo aquello que me había costado tanto, mi trabajo, mi gente. Pero me contenté mucho cuando le hicieron un cariño a la plaza, que estaba muy descuidada. De todas formas el Padre Diego –el actual párroco de La Coromoto-, quien fue un alumno mío, que me quiere y respeta mucho, aún me consulta mucho de lo que van a hacer en la parroquia.
-¿Qué siente que logró en sus 48 años de párroco de La Coromoto?
-Siento que no dejé una fotografía, sino un monumento indestructible que es esa iglesia. Las Naciones Unidas la nombraron Patrimonio Histórico de la Diócesis, inclusive.
El templo lo hicimos aquí con concreto, pero las imágenes las compré en España. ¡Son de pura madera! –dijo mientras brillaban sus ojos-. Las conseguí baratas, en 800 Bs. Los vitrales –que reproducen la aparición de la Virgen a los indígenas venezolanos, y otros símbolos eclesiásticos- los hicieron en Alemania, en Munich. Esos me costaron 17.000 Bs.
-Monseñor, ¿cuándo entró como capellán de la Guardia Nacional?
-Eso fue el 28 de Julio de 1958 –recordó con los ojos cerrados, lentamente buscando en su diario de vida-. Acababa de salir Pérez Jiménez y necesitaban un capellán. Pero yo no quería serlo, ¡me obligaron! Yo le tenía mucho miedo a eso. Además el Obispo no me quería allá, él ya tenía su candidato, pues además de dar clases, yo tenía ya mi parroquia.
El comandante Angulo, recuerdo que se llamaba, me quitaba el proyector prestado para pasar sus películas. Entonces él y el Padre Segundo Escalona se empeñaron que yo fuera el capellán.
Así que cuando fui para allá, me encontré con un espectáculo horroroso –y sacudía la cabeza en negación con la mirada gacha-. Estaba el comandante con aquellas groserías, furioso, y me dijo “¡mire Padre! ¡Venga para que vea lo que se va a conseguir aquí!” y pensé “¡Dios mío!, ¿dónde me voy a meter yo?” Pero ya habían convencido al Obispo y me había mandado, y la obediencia es ciega. Cuando el Obispo manda, pues hay que cumplir.
Me pusieron a hacer el curso, pues no es sólo ponerse el uniforme y ya. Ya completado éste tuve que servir en Falcón, Portuguesa, Barinas, Cojedes, parte de Carabobo y Lara. Seis estados en total.
Casi nunca nos dieron viáticos. Tenía que pagar la comida de uno, del chofer, del guardia de custodia que mandaba el edecán, la gasolina. Fue difícil. Y los 600 Bs. que me ganaba de sueldo como subteniente lo guardaba todo para la construcción del templo.
Pero lo más bravo fueron las guerrillas –dijo ampliando los ojos-. Me mandaron para El Charal, en Portuguesa, y luego al Tocuyo. Yo iba a hablar con los guerrilleros, o presuntos guerrilleros, todo el tiempo, convenciéndolos de marchar por el camino de la paz.
Terminé mi servicio de guerrillas en Yobare y no me volvieron a mandar más. A la larga hice toda una carrera: treinta años, desde subteniente hasta coronel.
-¿Cuál es su recuerdo más vívido de cuando prestó servicio en ese tiempo?
-Fíjate que en el Tocuyo estuve una vez media hora en el piso, bajo las balas que pasaban sobre nuestras cabezas.
Esa noche se formó un conflicto, y los vagabundos –refiriéndose a los guerrilleros- agarraron unas burras y les pusieron unas linternas de botella. Y las hicieron caminar alrededor del campamento. Cuando el Coronel salió y vio todas esas linternas rodeando la carpa, dijo “¡Ay! ¡Nos agarraron los guerrilleros!”. Y todo el mundo se armó y salió a disparar. Lo que hice fue enrollar a los presos en una cobija y tirarme al suelo con ellos, durante media hora. ¡Fue una noche amarga! –acotó cabizbajo, inmerso en el recuerdo.
-Monseñor, una última pregunta. ¿Qué es el Cielo?
-¡Ah, no! El Cielo es la Posesión de Dios –respondió jubiloso-. Es el lugar más feliz, donde uno va a descansar. Uno deja estos ranchitos y va a la Casa Grande del Padre –dijo saboreando lentamente cada palabra-. San Juan lo describe como que las calles son de oro, las columnas son de cristal, y una sola es la luz: Jesucristo. La luz es Cristo.
Pero el Cielo no está allá en las nubes. Si uno no lo lleva, no se lo dan. No se le da gratis a nadie.
Dice una leyenda que un joven fue a ver cómo era el Cielo, y se consigue a San Pedro. Este le contesta “el Cielo no está aquí, el Cielo lo traes tú. Si Dios está en ti, en tu corazón, en tu vida, ya tú tienes el Cielo. Es, entonces, no más que un paso de un lugar a otro, a otro donde no hay tristeza, donde no hay dolor, donde no hay odio, sino paz. Paz sin fin.
El hombre se gana el Cielo haciendo el bien. No basta con ser ‘bueno’. Debe colaborar, ayudar al prójimo.
Ni al Cielo ni al Infierno se va solo.
-o-
Apagué el grabador y agradecí a Monseñor dedicarme su tiempo para la entrevista, mientras reíamos recordando las historias de las burras iluminadoras y perros comedores de zapatos y me sorprendía con el costo de los vitrales. Se levantó lentamente, el cabello aún intacto y brillante de canas, se apoyó en su bastón y me abrazó de nuevo, agradeciéndome haberlo entrevistado. Un suave olor a religión, si es que algo así existe, me hizo cerrar los ojos y recordar mi infancia.
"La paz hecha hombre", dijo una feligresa. Y ese abrazo fue paz, en realidad. Monseñor Moreno, al hablar con él, te hace sentir niño de nuevo, te hace recordar la tranquilidad de una vida de caricaturas y desayuno con cereal, de un tiempo cuando uno rezaba y creía ciegamente en Dios, sin dudar ni un segundo de Su Poder. Monseñor Moreno te hace olvidar qué clase de humanos somos ahora.
"Ni al cielo ni al infierno se va solo", me repetía a mí mismo como un mantra mientras caminaba hacia la entrada principal y buscaba las llaves de mi 'quinta rueda' en el bolsillo del pantalón, escoltado por Lucky quien estaba dispuesto asegurarse que no me devolviera.