jueves, 21 de enero de 2010

Hawaii

Soñé con arenas grises, percudidas, pegajosas. Franelillas y shores rojo desteñido y alpargatas de hule. Playa sórdida y chabacana, con tres pelos debajo de las narices y pantorrillas flacas como ratas.
Tú estabas ahí, desganada, sometida. Me abandonabas copiloteando un carro rojo. ¡Qué contraste! ¡Qué desdén! Tu madre… tu madre te obligaba, pero no le costó mucho, realmente. Yo me quedé en la cola para sacar el dinero. Tu dinero.
Volví a uno de los mesones, de bordes azul marino y centros blanco periódico. Ya estaban sirviendo la pasta y el huevo frito. Busqué una silla entre ruinas de cuatro patas para sentarme en la punta, entre dos famosos desconocidos: tertulia entre claras revueltas y mazacotudas.
"Me dejaste", pensé en coro. Quince veces mientras masticaba te vi alejarte en el bólido rojo, con tu hermano no nacido manejando alegre por la avenida.
Había sol, ¿no? ¡Qué raro! Y matas verdes y floridas. ¡Qué alegre manejaba tu hermano! El cabello largo y dorado se movía junto a los ojos desquiciados, ávidos de velocidad. De lejos me hacías muecas. No hacía falta, ya te ibas, no importaba lo que dijeras. Y tu madre me miraba de soslayo, y yo le contestaba de igual manera.
¡Qué fiesta en la que estoy! ¡Lo que te estás perdiendo! Las mesoneras sirven con gran asco la comida, y nosotros saboreamos el frío y la grasa que salpica y corre por la barbilla. Comida gratis, ¿por qué era gratis? No recuerdo haber pagado.
¿Será que sí pagué?
Sería con tu dinero.

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